viernes, 15 de abril de 2016

Artículo en la revista 'Clarín'



La gata Leia observa el reflejo del sol sobre la pared, donde cuelgan las cuatro estaciones de Francisco Fresno.

Portada del número 122 de la revista 'Clarín'.


Colección particular


Confesiones de un aficionado extemporáneo




Un sólo cuadro es suficiente para satisfacer la pasión (o la obsesión) del coleccionista. No es habitual, pero si fue lo que le sirvió a un tipo que hizo de la impostura y de la vida en los márgenes una categoría estética. Anthony Blunt, asesor de la colección de Isabel II y a la vez uno de los cinco traidores de Cambridge, al servicio de la Unión Soviética, consideraba que su Rebeca y Eleazer en el pozo, del pintor francés del Setecientos Nicolás Poussin, bastaba para satisfacer su anhelo de posesión de una porción de belleza. Aquel lienzo, por el que su amigo el barón Víctor Rothschild pagó cien libras de los años treinta del pasado siglo, ocupó la pared más noble de su humilde apartamento londinense de Hyde Park. ¿Para qué más? Le sobraba para sus ansias de sentir la proximidad de algo bello. Que a una autoridad en el pensamiento y la historia del arte, como Antony Blunt, le bastase una única pintura (cierto que un Poussin no es cualquier lienzo) y algún que otro grabado para amueblar su vida muestra que el coleccionismo no exige convertirse en adicción. El resto es codicia, vanidad o fetichismo.

Mi primer cuadro, una plaza triste y norteña de Pelayo Ortega, entró en casa en 1989. Meses después, y como siempre abonado a plazos, lo hizo una marina de Melquiades Álvarez, que recoge con sus intensos azules, verdes y negros el bruar del Cantábrico. Fue el inicio de una afición y, a la vez, de una necesidad de rastrear las mismas obsesiones literarias en la geografía de las artes plásticas. No hubo y sigue sin haber ninguna otra ambición, sólo la aspiración de conformar un refugio estético frente a las intemperies y las adversidades, con el mismo valor que el proporcionado por la comodidad de un sofá o el placer y el conocimiento que atesora un buen libro.

La ortodoxia dicta que el buen coleccionista es el que acopia obras originales y únicas, con la firma estampada y nítida. Sé que bordeo la blasfemia, pero esa consideración está alejada de mis pretensiones. No diré que tiene el mismo valor 'artístico', pero la reproducción de una fotografía anónima de una vespa con la torre Eiffel al fondo, colgada en la estancia elegida como estudio, complementan la lectura de los relatos que me guían por el París de Patrick Modiano; lo mismo me ocurre con un cartel del centenario del nacimiento de Miguel Torga, que me conduce por las calles de Coímbra y por las pedras lavradas de Tras-Os-Montes, e idéntica la sensación ante el póster dedicado a Imre Kertesz y las portadas de sus libros en húngaro, regalo de la propietaria de una librería de Budapest ante el interés extraño de un tipo de una remota ciudad norteña española por la obra de un hombre que describió el desasosiego y la tragedia de los europeos del siglo XX.

La adquisición de aquellas dos pinturas de Melquiades Álvarez y Pelayo Ortega traían con ellas, también, la confirmación de una atracción latente hacia una expresión plástica literaria y humanizada, ajena a los dogmatismos manieristas y a la vanguardias obsesionadas en la desfiguración. Algo en ello tuvieron que ver las lecciones de historia de arte del padre Villanueva, en el Corazón de María de Gijón, obsesionado en paliar nuestra orfandad cultural y conducirnos por los caminos de una estética con rostro humano. Y para ello eran insuficientes los manuales de BUP y COU. Las visitas a las construcciones del Prerrománico asturiano, especialmente los restos de las pinturas del templo de Santullano, a exposiciones y el descubrimiento de pintores en nuestra proximidad física, como Evaristo Valle, Nicanor Piñole, Aurelio Suárez y Joaquín Rubio Camín, propiciaron una aproximación a la creación plástica y a su disfrute, fracturando los dogmas del elitismo. Otra circunstancia en esta educación de la emoción fue la amistad con compañeros de aula con similares inquietudes, especialmente el dibujante e ilustrador Gaspar Meana, con el que pusimos en marcha un fanzine literario de fotocopiadora. A todo ello contribuyó también encontrar las crónicas de Francisco Carantoña en El Comercio, que abrían ventanas a las muestras de los nuevos creadores.

Hubo una exposición premonitoria: en 1981 tres pintores veinteañeros, Alejandro Corominas, Pelayo Ortega y Melquiades Álvarez, reunieron sus obras para mostrar que frente a la furia y el exceso de las vanguardias había una forma contemporánea de armonizar la tradición y la experimentación. Y que pasaba por un rechazo a la desposesión de todo lo humano en la creación artística y la aproximación a un lenguaje que compartía los mismos parajes de las metáforas y de la poesía figurativa.

Ese gusto por las ruas velhas y sus tendederos de ropa, por los vicolos de las casas descascarilladas con los maceteros descolgando su verdor, por los páramos desolados y fríos de una larga posguerra que encontrabas en las palabras de Pessoa y Andrade, de Ungaretti y Quasimodo, de Claudio Rodríguez y Gamoneda, carecían de homologación plástica. Y la respuesta estaba en las cercanías. Estos pintores comparten una misma mirada, un mismo sentimiento de lo perecedero y, sobre todo, de la tragedia humana. Con sus pinceles testimonian la vieja inquietud por nuestra caducidad, por la finitud material sin respuestas. Y lo hacen sin estridencias, sin exclamaciones, relatando el paisaje interior del hombre de la calle, pintando el desasosiego que atrapa al ser humano, la impotencia contemporánea del que no ve luz alguna más allá.

Se trataba de atisbar también la misma turbación que compartían William Turner, John Constable o Caspar David Friedrich en el lienzo con la escritura de sus contemporáneos John Keats, Friedrich Hölderlin o Giacomo Leopardi. Una fraternidad emocional que había descubierto en la poesía contemporánea y que, sin embargo, no identificaba aún en los artes plásticas. Ver los cuadros de Melquiades Álvarez y Pelayo Ortega, a los que siguieron los de Fernando Redruello, Reyes Díaz, Francisco Fresno, Javier del Río, Miguel Galano, Ricardo Monjardín, Faustino Ruiz de la Peña, Pedro Fano, Federico Granell, Paz Banciella, Guillermo Simón o Alfonso Fernández me permitió otear otro horizonte, similar al poético, en el que la realidad y las eternas obsesiones humanas adquirían también una materialización pictórica.

El mar que pinta Melquiades Álvarez, Granell y Simón no es el homérico “de color de vino”, se trata de un océano norteño, agitado, dominado por los claroscuros tenebrosos que adelantaron Friedrich y Turner; los paseantes o clientes de los cafés de Ortega y Redruello retienen el desasosiego expresionista heredado de Edvard Münch y de Ernst Ludwig Kirchner, pero con las ofuscaciones del tercer milenio, y las casas abandonadas de Ruiz de la Peña y Galano o sus horizontes umbríos comparten genes con la atracción abisal por las ruinas de los románticos y los paisajes de los estadounidenses de la Escuela del Río Hudson o por la desolación urbana de Edward Hopper. Es decir, saben de donde vienen, no hay orfandad en sus creaciones ni el insoportable y falso adanismo de las vanguardias.

La expresión literaria de esta colección particular es uno de sus atributos. La búsqueda de los vasos comunicantes entre poesía escrita y pintada nada tiene que ver con aquellos que se consideraron en las cimas de la creación por anotar media docena de palabras sobre un estucado de un aprendiz de escayolista. Es otra la tarea, otro el interés personal. Algunos de los grabados enmarcados forman partes de ediciones limitadas a cuatro manos de poetas y pintores, que Ediciones Trea ha realizado en los últimos años. La colección de las cuatro estaciones de Francisco Fresno está hermanada con otros tantos textos escritos por Luis Fernández Roces a partir de versos de Hölderlin. Idéntica es la apuesta de El Viento, del mismo Fresno, a la que puso letra Juan Carlos Gea. La relación se invierte en el caso del Tríptico de los Magos, que reúne el texto homónimo de Luis Muñiz, incluido en su último poemario, Libro Segundo, y tres serigrafías de Hugo Fontela, el artista de Grao y el más internacional de las últimas generaciones. En otros casos es la propia obra la que confiere esa expresión literaria. Ocurre con las navajas y machetes de Paz Banciella, que me llevan a “los sueños con cuchillos” de Gamoneda, o el lienzo El turista accidental, de Pedro Fano, que me conduce insistentemente a la película del mismo título que Lawrence Kasdan rodó a partir de la novela de Anne Tyler. ¿Qué decir de Melquiades Álvarez? Su pintura siempre ha sido poética, pero consciente del territorio que ocupa cada una. Sus catálogos son los más literarios, con poemas propios o ajenos, y de diciembre de 2015 es su primer poemario autónomo, La vida quieta, donde desarrolla la misma sensibilidad que atrapa en sus lienzos.

Dos obras han adquirido con el paso del tiempo una especial significación personal, que trascienden las connotaciones artísticas. Un Pelayo Ortega que retrata la escena de un padre con una niña de la mano y ésta, tirando del perro, en una esquina sombría de una ciudad con coches, edificios y grúas desdibujadas es el preferido de mi hija Ana. Con eso me basta. El otro es una pieza de madera que recoge una simbología neorrománica, un regalo del artista humilde y callado que fue el restaurador jienense Blas Quesada, fallecido en el verano de 2014 antes de cumplir los 50 años.

En esta colección particular existe una obsesión, en el borde de la patología, que no es otra que la búsqueda de la presencia humana en las obras colgadas, sea con las herramientas del arte figurativo o con las del expresionismo, pero en las que, como señala Rafael Argullol, citando a Vassily Kandinsky, la gran paradoja que encara “el arte en general, es hacer expresable lo inexpresable, y de la pintura en particular, volver visible lo invisible”. Y de eso se trata.

Persiste en los cuadros que habitan las paredes de mi casa la atracción por la dolcezza de los naufragios, alejada de la obstinación por el infinito de los abismos románticos, y se han ido agrupando obras que persiguen retratar la tragedia de los “hombres huecos” eliotianos, solos e impotentes, conscientes de la agonía global y de la inclinación a la eutanasia colectiva. Los aportes de verdad y belleza, idénticos a los que transmiten cuando pasean o dormitan bajo sus marcos mi perra Cala y mi gata Leia, mantienen intacta la capacidad de seguir auscultando los latidos humanos del buen sentir y el mejor conocer. Estos son los materiales con los que se levantó este refugio frente a las intemperies y las adversidades.

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