lunes, 4 de abril de 2016

Recuerdo de Imre Kertész

Cartel con las portadas de algunas de las obras de Imre Kerész para conmemorar la concesión del Premio Nobel.


 Un justo que evitó el abismo

Imre Kertész (Budapest, 1929-2016) lega una obra en las cimas de la dignidad literaria y de la integridad moral de quien fue víctima y superviviente de la barabarie del siglo XX


Algo tenía de especial aquel hombre de ojos gris Danubio. La sonrisa, cierta prudencia en el gesto y esa compostura que sólo se aprende en las aulas de la civilización fueron los rasgos que primero me llamaron la atención de Imre Kertész. Después vino su obra y su biografía, algo inseparable en un escritor que había conocido desde la adolescencia los suburbios del horror y del sufrimiento. Primero en los campos de la muerte del nazismo, donde supo de las chimeneas de Auschwitz y los barracones del espanto de Buchenwald; después con los grilletes del terror de la hoz y el martillo que acabaron con la esperanza de retornar al breve sueño ilustrado y de convivencia de aquella Mitteleuropa surgida de las ruinas del imperio austrohúngaro, y, por último, cuando creyendo cruzar el umbral hacia la sociedad abierta se encontró con el matonismo del neocapitalismo y del populismo xenófobo que domina los países del Este.

Pese a todo, Imre Kertész siguió sonriendo, escribiendo y viviendo. Desafió a la muerte durante sus 86 años y el jueves 31 de abril concluyó, en Budapest, su ciudad natal, una travesía vital marcada por la honestidad personal y artística, que supo plantar cara a la barbarie en todas sus formas. De Kertész nos quedan varias miles de páginas donde el pensamiento riguroso y la buena letra se hermanan para dar testimonio de que es posible la dignidad frente a las diferentes manifestaciones del terror. Así lo dejó escrito en Sin destino (1975), su primera obra donde relata su paso a los 15 años por los campos de exterminio y su retorno a la casa, donde muchos de los suyos ya no estaban porque encontraron una "fosa en el aire" para sus cenizas (como dejó escrito otro superviviente, Paul Celan). A esta obra inicial le siguieron otras guías por las geografías del sufrimiento, entre las que destaca Kaddish por el hijo no nacido (1990), la oración de los obituarios hebreos y escrita con el pulso firme por un judío agnóstico, en la que relata la imposibilidad moral de un superviviente del Holocausto para ser padre. Por ellas recibió el Premio Nobel de Literatura de 2002.

No quiso Kertész abandonarnos sin dejar otro legado literario de fortaleza ética. La última posada. Diario (2014) es su último libro. Su editorial española, Acantilado, lo publicará el miércoles 6 de abril y las páginas adelantadas certifican que hasta el último suspiro resistió a las tentaciones del abandono vital y que su compromiso de escribir contra la muerte concluyó con el latido final.

Conocí a Kertész por su obra, que el también fallecido Jaume Vallcorba puso en circulación con excelentes traducciones de Adán Kovacsics. Después por sus visitas a España, en especial aquella primera de marzo de 2001 en la Residencia de Estudiantes de Madrid, donde nos dijo cómo ser europeos en el siglo XXI y nos advirtió sobre los males que sufrimos hoy con la demolición del sueño ilustrado de una UE de la libertad y el universalismo cívico. Aquel hombre humilde concedió numerosas entrevistas y nos habló de Kafka, Mann, Musil, Zweig, Canetti... nombres propios que elaboraron la argamasa de la tolerancia y del saber.

En el otoño de 2003 tuve la oportunidad de visitar Budapest. En un café librería, próximo a la catedral de San Matías, se le rendía homenaje al primer escritor húngaro galardonado con el Nobel. Judith, una de las empleadas, se extrañó que un tipo venido de una ciudad del norte de España se interesase por Kertész. Su sorpresa se mudó en satisfacción y, generosa, me regaló un cartel con las portadas de los libros en su versión original y con una de las estampas típicas del autor magiar: sombrero y abrigo negro, la bufanda roja y la sonrisa amable. Desde entonces está enmarcado en una de las paredes de mi estudio.

La obra de Imre Kertész es un alegato por la vida y con su discurso honesto nos advirtió de los peligros que los funcionarios del espanto y la codicia nos podrían imponer. No erró. Para su desgracia también fue testigo de ello, en su pequeño piso de Budapest, donde lo cuidó Magda, su esposa, y recibió hasta los últimos días a los amigos, con sus ojos gris Danubio y su sonrisa de tipo sencillo. 


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